5 de septiembre de 2012

El cubículo

       Ese baño público al que tantas veces has recurrido, en el que el otoño tomaba el relevo al verano, en el que la primavera lo precedía. Entras, y el cubículo en el que desahogas siempre, y que casi consideras tuyo está ocupado. Es el único que se puede cerrar. El único con un poco de intimidad, y aún así no es nunca el más transitado. Muchas veces has entrado al baño y estaban ocupados todos menos ese que puede cerrarse, y es que no puedes evitar pensar que en un lugar así la palabra "público" se vuelve más literal. Esperas en el cubículo de la izquierda. Por un momento dudas; "si pongo la mochila tras la puerta puedo mantenerla algo cerrada, y si alguien quiere entrar en medio de la faena puedo parar la puerta con el pie rápidamente". Pero estás al lado de tu cubículo. Es tan tuyo, has pasado tantos momentos en él. ¿Como recurrir al de al lado? Suena el agua corriendo, el chirrido de la puerta, el golpe seco de la llave en la pared de azulejos y los pasos. Libre, tu pequeño refugio de la urbe está libre. Es tan absurda la alegría que te invade al saber que vas a poder entrar en él. Te sientes como en casa, es lo más parecido al hogar, y desde luego poco de lo que has hecho en ese baño lo harías en el baño de tu hogar. Cuánto vómito, cuánto alcohol bebido en él para reponer la pérdida involuntaria; cuántas veces tus ojos se han dirigido hacia el techo de tus pensamientos, agónicos de sensaciones desatadas. Cuántas veces tu boca ha dedicado sus esfuerzos a deleitarse en zonas que en un baño no se antojan apetecibles. Cuántas cabezas has visto, cuántos pelos lisos, rizados negros, castaños, rojos (un rojo tan falso, más de una vez perdiste el ritmo pensando en lo falso de ese rojo) Todo esto se agolpa en tu memoria mientras cierras la puerta, mientras triunfante pasas la llave y entras en un pequeño refugio, en el único. Hoy es uno de esos días en los que el baño está limpio. No acostumbra a estar así, pero tú siempre has abogado por su limpieza. Siempre has respetado su poco brillo, hicieras lo que hicieras. En el suelo hay unas pocas gotas, justo bajo la puerta. Fuera, algunas más, y en en la entrada del baño, otras tantas. Terminas, sin ser consciente más que de esas pequeñas cosas, y haces que de cintura para abajo todo vuelva a estar como hace apenas unos minutos. Abres la puerta, chirría y golpea la pared. Los azulejos están rotos, pero aún se mantienen en su sitio. Tuerces a la izquierda mientras el llanto del agua inunda de ruido todo el baño. Te hace sentir bien. Tus llantos nunca han sido tan fuertes. Tus penas te han desbordado tantas veces, muchas veces... Pero has sido parco en lágrimas, y nunca han tomado el control. Eres consciente de que comparar el agua del water limpiando mientras baja por la tubería con tus lágrimas es absurdo, ¿pero quién no ha recurrido a tonterías para sentirse mejor? Tocas los bultos de tus bolsillos antes de salir del baño, cerca de la puerta. Cartela, llaves, móvil... está todo en su sitio. Revisas hasta que la camisa esté en su sitio. Te lavas las manos. No hay nada de papel, nada con qué secarlas, y de repente las gotas que hay en la entrada cobran sentido. Sacudes las manos, a un lado, a otro, lejos de tu ropa, dejando que las gotas caigan al suelo, primero muchas, luego poco a poco unas pequeñas rezagadas. Así hasta que solo están húmedas, hasta que apenas las cubra una fina pátina de agua que se secará a los diez pasos o poco más. Las miras, mueves los dedos, las cierras y abres, y empiezas a andar hacia la entrada, ahora salida.

Unos ojos castaños. Muy claros, castaños, pero que con la luz que se cuela del techo, y de los lados, entre las escaleras, parecen miel. Esos ojos que cambian según la luz que los iluminen. Tan poco fieles a sí mismos. Esos ojos ya los has visto. Los veías mientras venías hasta aquí hace una hora. Los veías en un asiento cercano al tuyo. Compañeros en el viaje, apenas un par de miradas esquivas, suficientes para saber que eran esos que ahora están delante, justo en la puerta. Esos que bloquean la salida. Te miran. Ahora te miran, se clavan en los tuyos. Sonríes por no hablar, para intentar despegarte de ellos y salir, seguir con el día, dejar atrás ese momento introspectivo tan absurdo que has tenido dentro de un baño limpio, sorprendentemente limpio, pero con la misma cantidad de mierda que cualquier otro similar. Miras la nariz, miras la boca, miras el cuello, el pecho, el vientre, el pecho, el cuello, la boca, la nariz, y ahora clavas tú tu mirada en ellos.

Sin darte cuenta vuelves a estar en el cubículo que se puede cerrar, en el que tienes un poco de intimidad, en el que tiene parte de la pared rota por los golpes de la puerta, y como ya te ha pasado antes, no puedes más que pensar en que ese pelo es falso. Tan falso como aquel pelo rojo.


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