El sol juega tras las nubes y se desliza en los cristales. Es curioso como los ojos dormidos que reposan en el tranvía apenas se inmutan ante la inclemencia de la luz, que los señala con descaro. Cerca de la puerta la gente fuma, corre para entrar, y las caras son todas iguales. La mano de Juan saca la cartera del bolsillo de su pantalón, toma el bono y entra. Las caras siguen inmutables, los ojos aun dormidos escrutan a los intrusos que entran. Una chica se acomoda en el asiento, saca un libro de Murakami de la mochila y retoma una lectura hace poco empezada. Cerca, una mujer lee El Secreto. Una, falsa alta literatura; otra, misticismo vacío, y al final ambos son lo mismo. En los oídos de Juan suena Camile, alta como para evitar la charla de la gente de fuera, baja para escuchar como un anciano maldice la máquina de pago.
El tranvía se mueve, lentamente acelera.
Juan de pie, ante una ventana, mira cómo pasan los muros, las casas, los árboles. Cómo los coches avanzan a los lados, cómo fuera hay más caras dormidas, más caras enfadadas.
Se para. Se abren las puertas. Para Camile, para el ruido de las personas en el tranvía y empieza el aun mayor ruido del exterior.
-¡Ey!, hola.
-Hola.